domingo, 7 de agosto de 2011

El Estero Salado se resiste a morir

Víctor Haz, Guayaquil

Mujeres que lavan a puño la ropa en tinas de plástico, pescadores que retornan de sus faenas en frágiles canoas, chicos que hurgan entre el lodo como si buscaran algún “tesoro”, chamberos que recogen basura en las orillas...
Estas imágenes matizan el Guayaquil suburbano que nace en el estero Salado, el estuario que hasta la década del 60 era un remanso de distracción y de vida natural, pero que los asentamientos informales le ganaron espacio. Ahora, en algunos ramales se asfixia por la contaminación, pero en otros parece resucitar.

El abandono

Al iniciar el recorrido desde el sur (la Trinitaria) son comunes las casas de caña o de construcción mixta, sostenidas por palos o delgados pilares de cemento sobre las orillas. Allí miles de familias hicieron su hogar en medio de deficiencias de servicios básicos, como ocurre en la Trinitaria y el Cisne, en el sur.

Las aguas son negras y emana olores pestilentes, la basura navega por el cauce al vaivén de la marea; en las orillas, las ratas se pasean entre las piedras y el lodo hasta encontrar una madriguera. Allí los moradores cohabitan indiferentes ante la insalubridad y la pobreza.

“Vivo en la Trinitaria desde hace veinte años, cuando aquí no había cómo poner un pie porque era puro lodo y a punta de machete eliminamos el monte. Estamos mejor que antes, porque el sector está rellenado”, comenta Sara Caicedo, de 45 años, mientras permanece sentada sobre un desvencijado banco de madera, de espaldas al ramal.

En el sector del Cristo del Consuelo (puente de la A) cuatro canoeros cobran veinte centavos a los moradores para llevarlos de una orilla a otra, aprovechando que a unos cien metros se construye un nuevo puente, en reemplazo del anterior que ya acusaba severos daños en su estructura.

“Desde las 05:00 hasta las 08:30 se mueve harta gente, como están construyendo el puente entonces no hay buses, por eso usamos las canoas”, dice Jorge Moreira, quien vive en las calles Décima y la C. Para él el servicio es útil, pero lo considera caro, ya que la embarcación solo recorre cincuenta metros para pasar de una orilla a otra.

Pero Jacinto Núñez, uno de los canoeros, replica al señalar que tienen que comprar a diario dos galones de gasolina y aceite para el bote y que la mayoría de la gente no reclama.

Este hombre, de menuda contextura y con el rostro quemado por el sol, recorre en su canoa con alguna dificultad, pues tiene que evadir los plásticos, llantas viejas, botellas y palos viejos. “Cuando baja la marea es más complicado porque en algunos tramos no hay mucho fondo por el lodo y la basura”, sostiene Núñez, quien calza unas botas de caucho verde y un chaleco salvavidas. A unos cien metros trabajadores de la empresa Visolit se transportan en una lancha recogiendo la basura que flota en el estuario.

Siguiendo el recorrido hacia el norte, en 4 de Noviembre y la 24, el estero parece muerto: el agua está inmóvil, es negra con alguna tonalidad blanquecina a verdusca y la fetidez es insoportable. “Al fondo hay gente que bota basura, animales muertos y agua puerca al estero”, asegura Humberto Rizzo, morador de la calle 24, donde tiene también un taller de carpintería desde hace 15 años. En el lecho semipantanoso una garza ensucia su largo pico para escarbar el lodo en procura de alimento.

En esta parte el estero luce angosto, con algo más de diez metros de lado a lado, pero el crecimiento urbanístico es notorio, pues las calles están pavimentadas y las casas  son de construcción mixta. El ruido de los motores de cientos de vehículos que transitan por el sector es más intenso al mediodía y en la tarde.

13 toneladas de basura recoge a diario la empresa Visolit, contratada por el municipio desde 2009, tanto en el cauce como en las orillas del  estero Salado.

63 millones de dólares es el costo del proyecto de recuperación del estero Salado, a cargo del ministerio de Ambiente, dentro de la iniciativa Guayaquil Ecológico.

16 embarcaciones y 57 trabajadores de la empresa Visolit recorren el estero, desde la isla Trinitaria hasta el puente de Portete y de la calle del mismo nombre al norte.

El cambio

Desde el puente de la calle Portete al norte, el panorama cambia: el agua ya no es negra, pero es turbia; por el costado derecho se observan en hileras decenas de palafitos (casas sostenidas por pilares sobre el estero).

El mal olor del agua ahora es más salitroso. El mangle se fortalece, aunque entre sus nudosas raíces se enredan restos de fundas y botellas plásticas y trapos desgastados.

Aguas arriba se encuentra el puente peatonal que une al suburbio con el estadio Monumental. A la altura de las calles 32 y Medardo Ángel Silva, las casas lucen pintadas con colores fríos. En ese momento llega Anthony Cedeño Plúas (9 años). Tiene una piola de nylon y en breve se dispone a pescar. Dice que no le tiene miedo al estero; “vengo a nadar con mis amigos y soy rápido, en el barrio me dicen “Chalaco”, expresa.

Junto a él, Lucas Suárez (15 años) manifiesta que cuando sube la marea el agua inunda las casas de la orilla, pero es peor en época de aguaje. “En carnaval se inunda hasta la calle Capitán Nájera (dos cuadras desde el Salado)”, acota.

Desde el puente de la calle 17 las casas tienen vivos colores y hasta la calle Aguirre un largo paseo anillado con bancas y portones de acceso a siete calles del suburbio bordea las viviendas.
 Lupe Santana (60 años) y su esposo Guillermo Carrión (67 años) escogieron este lugar para distraerse. Sentados cerca del portón del callejón Décimo y Federico Godín observan el estero acariciados por la brisa vespertina.

“Todas las tardes paseamos acá, a mi esposo y a mí nos ayuda en la salud; a él le dio trombosis y ambos somos hipertensos”, menciona doña Lupe, mientras señala a su cónyuge sentado sobre su silla de ruedas.

En las calles Octava y 10 de Agosto está doña Angélica. Nos advierte que cerca del puente de la 17 “roban bastante”. Los colores rosado, verde, celeste, turquesa y durazno son los más notorios en las viviendas. “Todos los años antes de las fiestas de julio el municipio pinta las casas que están en las orillas”, sostiene Angélica.

En el portón de la calle Leonidas Plaza y Clemente Ballén cinco adolescentes ensayan una coreografía al ritmo de reggaetón. Kevin Reyes (16 años) dirige al grupo; es delgado y de baja estatura. “Nos vamos a presentar en un festival en la Trinitaria y ya preparamos algunos bailes”, asevera el joven bailarín,  que seca el sudor con su camiseta.

El recorrido termina en la calle Aguirre, donde se halla la plaza de la Música, cuya explanada tiene forma de guitarra. Aquí termina el Guayaquil suburbano y empieza otro. El del centro y noroeste, que nace en el malecón del Salado, pero esa es otra historia.

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