Javier Cujilán y sus amigos trabajan haciendo veredas y bordillos desde hace cinco meses en el suburbio de Guayaquil. |
En ese momento la ciudad evidencia un cambio en su ritmo: de una tarde apacible se transforma en un “infierno” en el que abunda el apresuramiento de las personas que salen de sus trabajos por llegar a sus casas, el congestionamiento vehicular, el ensordecedor pito de los carros y el apretujamiento en el transporte público. Todo es un caos.
Entre todos se cuidan, por ese motivo nunca han sufrido accidentes. |
Pero hay un grupo de jóvenes, cerca de catorce, cuyas edades están entre los 16 y 23 años, que “mojan” el estrés diario con diversión. Trabajan en albañilería y conocen una fórmula efectiva para refrescar su vida invirtiendo solo 50 centavos.
Dejan de lado las palas y el cemento y desde su barrio en la 17 y la J (suburbio) toman la línea de bus 36 y se dirigen hasta el puente de la calle 17, donde realizan temerarias acrobacias y se sumergen en las frescas aguas del estero Salado.
Ejecutan sin temor alguno clavados y volteretas dignas de admiración. Aseguran sentir la adrenalina recorrer por sus cuerpos al caer.
De esta manera se distraen sanamente “y sin hacerle daño a nadie”, asegura Javier Cujilán, de 23 años, uno de los integrantes de este intrépido grupo.
No hay quién se quede sin pegarse una buena zambullida desde el puente de la 17. |
Los habitantes están acostumbrados a verlos, “vienen dos o tres veces al mes a tirarse desde el puente, los chicos son sanos y la verdad no se meten con nadie”, comentó un morador.
Hora y media, aproximadamente, dura el chapuzón. Esta rutina es como un premio a su esfuerzo diario, lo hacen hasta que el sol muere y la temperatura del agua baja hasta ponerse fría.
Y para calmar el apetito luego del “piscinazo”, los muchachos le hacen a la tripita o al pan con cola, cuando hay billete, de lo contrario regresan a sus casas con las ganas de repetir la desafiante aventura en el Salado.
Ejecutan todo tipo de piruetas mientras caen al estero Salado. |
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